lunes, 8 de mayo de 2017

Parque Natural de Cabo de Gata, un Paraíso para el Kayak de Mar. Parte I

Lugar de sobra conocido para todos los amantes del kayak de mar, el Parque Natural de Cabo de Gata es uno de esos parajes únicos que deja huella en el viajero. Es cierto que desde hace unos años la afluencia cada vez mayor de turistas le puede restar un poco de encanto, pero salvando ese inconveniente sigue siendo un paraíso para desarrollar nuestra afición.

Tres veces y media (lo de media es por un amago de travesía que quedó en eso, y con suerte) he recorrido su costa y lo que sigue es un resumen de esas experiencias.

Águilas - La Fabriquilla, Diciembre 2010, 108 km


La primera de ellas fue de alguna manera un viaje iniciático, pues era también la primera travesía que realizábamos por mar el torrente Carlos Barón y yo. Nuestros kayak eran unos hinchables muy simples, seguramente no resultaban la mejor opción posible para una travesía de esta clase, pero el tiempo y las condiciones del mar acompañaron y nos permitieron disfrutar en todo momento. También el momento fue especial, Navidades del 2010, para finalizar el año de la mejor manera posible, con una aventurilla.


Nada más llegar a Águilas hicimos un extraño ritual pagano para consagrar el viaje que íbamos a iniciar a nuestra deidad, aprovechando que se nos apareció en un bar.


La salida de la playa de Águilas fue plácida, con un sol maravilloso que lucía esplendido y auguraba una gran jornada, aunque pronto las circunstancias rebatieron el augurio.


Como íbamos un poco verdes en esto de navegar costeando, fijamos el rumbo en la idea de llegar a un cabo que divisábamos casi al final de donde alcanzaba nuestra vista. Puede ser que aquello que apenas llegábamos a vislumbrar en el horizonte fuera la Punta de los Muertos y el faro de Mesa de Roldán a su espalda, que distaría en línea desde nuestra posición unas 40 millas. Pero nosotros dirigimos alegremente nuestra proa en esa dirección con la idea de llegar allí en unas dos horas, un cálculo muy optimista. Obviamente lo único que conseguimos fue separarnos de la línea de costa más de lo recomendable para unos completos novatos, pues tal cosa éramos.


Unido a este primer despiste ya habíamos sumado uno previo sin saberlo, las tapas del kayak. Estos kayaks tienen unos tapones para desaguar en la parte baja del casco, y si los dejas abiertos para navegar lo que consigues es llenar tu embarcación de agua (aunque en principio al ser hinchable no debe hundirse). Nosotros los teníamos abiertos de la última vez que guardamos los kayak, que se abren para ayudar a desaguar y secarlos mejor, pero no habíamos caído en la cuenta de cerrarlos en la playa de Águilas. Así que pronto nos vimos a unos 2 kilómetros de la costa y preguntándonos el uno al otro "oye, ¿tu kayak cómo va de agua por dentro?". La respuesta recíproca fue "a mí me llega ya hasta bien arriba del culo, qué raro".


Cavilando sobre el posible causante de que nuestras embarcaciones hicieran tanta agua caímos por fin en la cuenta, pero la situación había empeorado bastante; mientras dábamos vueltas al tema habíamos estado casi parados, y al permanecer estáticos el agua entraba por los tapones con mas alegría. El resultado fue que empezamos a tener lo que bautizamos como paranoias de mar, nos parecía que nuestra proa empezaba a hundirse demasiado y que nos íbamos a pique por momentos. Sin pensarlo mucho más empezamos a remar fuerte en dirección a la costa, algo nerviosos por la idea de que nuestra primera travesía en mar fuera a terminar en catástrofe nada más empezar.

Afortunadamente alcanzamos una playa antes de llegar a comprobar si nuestros kayaks hinchables eran realmente insumergibles.


Tras el agitado inicio de travesía, decidimos quedarnos en esta playa que quedaba cerca de Calarreona, pero estaba lo suficientemente aislada como para poder acampar. 


La jornada siguiente discurrió por dos tramos bastante diferenciados: primero las urbanizaciones en la parte de San Juan de los Terreros, luego una zona más salvaje a partir de El Calón, con acantilados bajos y las áridas serranías del levante almeriense de fondo con su característico manto de matorral.



Finalmente acampamos en una cala antes de llegar a Villaricos, cala de las Conchas creo que es su nombre.


La puesta de sol espectacular.



El día siguiente empezó con un paisaje bastante similar al que nos acompañó la tarde anterior.


Para luego discurrir por las sucesivas playas de Vera, Garrucha y finalmente Mojácar, nuestro destino para acampar. Elegimos el único punto viable, la desembocadura del río.



Abandonamos Mojácar con ganas de empezar lo bueno y adentrarnos en la zona protegida del Parque Natural.


Pero paramos a comer en la playa del Sombrerico y como el día se estaba poniendo feo y la playa nos pareció óptima para pernoctar, allí nos quedamos. En la playa nos cruzamos con una mujer, mitad jipi mitad bruja, que aseguraba habernos visto días atrás en un sueño, dos chicos cabalgando por el mar... No se qué se habría tomado antes de tal sueño, pero el caso es que, aparte de informarnos de los tramos costeros más interesantes que nos quedaban por transitar, nos dijo que teníamos que llegar sin falta la noche siguiente, última de 2010, a la playa de San Pedro. Allí, según nos describió, vivía una comuna en paz y armonía y, también según sus palabras, los de San Pedro nos acogerían con los brazos abiertos para despedir el año de una manera especial. Como no teníamos un plan mejor para el Fin de Año, la idea nos sedujo bastante.



Amaneció lloviendo el día siguiente.


Y tuvimos que ponernos nuestras mejores galas para protegernos de la lluvia.


Pero no tardó en despejarse el cielo restableciendo la tónica de tiempo soleado que estábamos disfrutando desde el inicio del viaje.


Y al llegar a la Playa de los Muertos el día presumía ya de un maravilloso sol invernal.


Por la tarde tratamos de acelerar el paso para llegar a San Pedro, lo cual conseguimos con un margen amplio de luz solar.


Bajo el efecto de las palabras de la bruja del Sombrerico, teníamos en mente que nos fueran a recibir tal vez con alguna ceremonia de bienvenida al desembarcar en la playa, pero muy al contrario nadie vino a nuestro encuentro y fuimos totalmente ignorados. Descubrimos rápido el porqué; los habitantes de la cala se dividían entre gente a su bola a la que le interesó nuestra llegada nada o casi nada, y otros más abiertos a los foráneos que estaban vendiendo cerveza y toda clase de abalorios a un cargamento de turistas que un habitante de la comuna había traído en zodiac desde las Negras. No sin cierta desilusión, decidimos acercarnos a los jefes de las cervezas con la intención de mudar el chasco de nuestra llegada en alegría por degustar una cerveza fría. Como el precio de las latas estaba un poco inflado, supusimos que por la reciente llegada del contingente de turistas, establecimos una negociación con los jefes de la cerveza, una pareja que se llevaba un poco a la gresca entre ellos pero que parecían buena gente. Les argumentamos que íbamos a quedarnos allí a pasar la noche y que pensábamos bebernos unas cuantas latas, y que así compensaríamos la reducción del precio con un mayor consumo. La negociación fue fructuosa y el precio acordado justo, así que empezamos a beber cervezas. Mientras, la playa se preparaba para la última noche del año. Los turistas eran devueltos a las Negras, y las gentes del lugar unas disponían un enorme equipo de música en la playa mientras otras preparaban una hoguera. La cosa, tras la decepción ante la inicial indiferencia, no pintaba mal del todo.


Antes de caer la noche dimos una vuelta por la comuna y observamos que algunos txokos estaban realmente bien, con muros construidos en adobe, mampostería de piedra o ladrillo, huertos, placas solares, duchas, letrinas y hasta columpios para los niños, mientras que otras soluciones habitacionales consistían en simples tiendas de campaña.

Ya de noche nos reunimos con la gente alrededor de la hoguera, la música de rave tronaba por los altavoces. Vimos que los allí reunidos no podían ser más que una pequeña parte, no más de doce o quince personas, de los habitantes de la cala. En el corro estaba el jefe la cerveza, no así la jefa, que tras otra pelea con él andaba refunfuñando por ahí sola. Además había gente de varias nacionalidades (belgas, alemanes e italianos), aparte de españoles. Entre los extranjeros nos llamó la atención en especial el Capitán Ron, un tipo belga con pinta de pirata que tardó en bajarse una botella de Negrita a palo seco, y sin colaboración alguna, no más de cuarenta minutos. Otro gran pirata de allí nos ofrecía ácido que había cocinado él mismo y nos decía que nuestros kayak eran juguetes para niños, por aquello de que eran hinchables. No era cuestión de llevarle mucho la contraria, pues parecía igual que el Capitán Ron un bravo corsario y contaba además con la ayuda de su LSD casero, pero el caso es que con que esos juguetes hinchables habíamos llegado a su playa tras navegar cinco días y aún nos quedaban otros dos. Por unas cosas u otras no terminamos de encajar del todo en la fiesta, aunque lo intentamos y la intención es lo que cuenta. Unas cervezas más y antes de que fuera medianoche nos fuimos a nuestra tienda, sin tomar las uvas, aunque dudo que la tradición de las uvas la fueran a seguir esa noche en cala San Pedro.


A la mañana siguiente seguían todavía el Capitán Ron y algún otro valiente con la rave. Nos despedimos de ellos y empezamos nuestra jornada.


Que resultó de lo mejor del viaje, otra vez con magnífico tiempo y con una sucesión de espectaculares acantilados.



No menos asombrosas cuevas.



Y emocionantes pasos entre rocas.




Así hasta llegar a los Escullos y desembarcar en la playa del Embarcadero, donde dormimos aquella noche.





La última jornada la hicimos con cierta prisa, solo en las primeras horas de la mañana nos entretuvimos algo más en cuevas y demás accidentes geográficos. 



Luego se metió un poco de viento de levante y mar, así que nos separamos de la costa y avanzamos rápido hacia nuestro destino.


El desembarco final fue en la pequeña pedanía de la Almadraba de Monteleva, que creo que allí denominan más comúnmente como las Salinas, y está justo pasada la Fabriquilla.


Allí recogimos todo y esperamos al bus que nos llevaría a Almería, para cambiar a otro que nos devolvería finalmente a Madrid.